Donde el agua toca, despierta la vida

01. El agua, materia y misterio

11.10.2025

El llamado del agua

Desde antes de la palabra, el agua hablaba.

No con sonidos, sino con formas. En la curvatura de una ola, en la huella que deja una gota sobre la piedra, en el lento pulso de la lluvia que cae como si el cielo recordara.

Mucho antes de que el pensamiento humano pronunciara la idea de "vida", el agua ya la estaba ensayando. Todo lo que respira, nace de ella. Y, sin embargo, nada nos resulta más invisible.

El agua nos rodea, nos compone, nos atraviesa, pero su presencia constante la vuelve transparente también al entendimiento. La costumbre borra el misterio. Lo que más nos sostiene es, paradójicamente, lo que menos comprendemos. Quizá por eso toda civilización, en sus inicios, la reverenció.

Los pueblos antiguos la llamaron madre, origen, dios, espejo del alma. Los primeros mitos vieron en ella el caos fecundo del que emergen las formas. La ciencia moderna, siglos después, la redujo a fórmula, a molécula, a recurso.

Pero el asombro no se deja desterrar tan fácilmente: aún hoy, frente a un río que se repliega entre piedras, el ser humano siente una extraña nostalgia de sí mismo. El agua no sólo sacia la sed del cuerpo; calma la sed del pensamiento.

En su superficie, el mundo se refleja, pero también se disuelve. No hay mirada que no se transforme al mirar el agua. Es como si en ella la materia recordara algo esencial: que todo lo sólido, tarde o temprano, deberá volver a fluir.

Cada molécula de agua ha viajado más que nosotros. Ha sido hielo, vapor, nube, lágrima, océano. Ha descendido desde montañas invisibles del cielo para descansar en los poros de una hoja.

Ha dormido siglos bajo la roca y ha vuelto a despertar en el rocío de la mañana. El agua no tiene pasado ni futuro: sólo metamorfosis.

Escuchar su llamado no es un gesto romántico. Es una necesidad de supervivencia. Porque comprender el agua es comprender los límites de nuestra propia ignorancia.

Cada gota encierra una complejidad que la ciencia apenas roza: enlaces que desafían la lógica química, propiedades que sostienen toda la biología terrestre, comportamientos que rozan lo paradójico. Su aparente sencillez es un velo que oculta un orden más profundo.

Quizá por eso el agua nos mira sin ojos, pero con conciencia. Está en el aire que respiramos, en la sangre que corre, en el pensamiento que vibra. Somos un cuerpo de agua que ha aprendido a preguntarse por su propia naturaleza.

Cuando miramos el mar, lo que contemplamos no es otra cosa que el espejo molecular de lo que somos: una inteligencia líquida buscando forma.

Y así, este proyecto —esta enciclopedia naciente— no comienza con una definición, sino con un llamado. El agua nos invita a pensarla no sólo como sustancia, sino como símbolo, como energía, como lenguaje. A entender que su fluir no es sólo un movimiento físico, sino también una metáfora de la conciencia. Nos convoca a escuchar su memoria antigua, a redescubrir en su danza molecular el pulso del cosmos y el latido de la vida.

Toda ciencia que no nace del asombro está incompleta. Todo conocimiento que no tiembla ante el misterio, se seca. Por eso, este recorrido no pretende domesticar al agua con fórmulas, sino acompañarla en su viaje.

El agua no necesita que la expliquemos: necesita que la escuchemos. Y en ese escuchar —lento, atento, casi reverente— tal vez descubramos que el agua no sólo está en nosotros… sino que, desde siempre, nos sueña.

El cuerpo líquido del mundo

El agua no está en la Tierra: la Tierra es agua pensándose a sí misma. Desde el fondo oscuro de los océanos hasta la delgada película de humedad que cubre nuestros ojos, todo en este planeta respira bajo una sola ley de flujo. Nada escapa al pulso acuático que enlaza las raíces de un bosque con la sangre que recorre un corazón humano.

Cuando el sol toca la piel de un río, una parte de su cuerpo se convierte en aire; cuando una nube se rompe sobre una montaña, el aire vuelve a ser piel. En ese intercambio incesante —invisible, silencioso, perfecto— el planeta mantiene su equilibrio. No hay arriba ni abajo: solo tránsito. Solo formas pasajeras de una misma sustancia.

El ciclo hidrológico no es un proceso: es una respiración. El océano exhala vapor, la atmósfera lo suspende, las nubes lo moldean, y la lluvia lo devuelve en un gesto de gratitud. Cada gota que cae sobre un campo es una célula que regresa a su organismo mayor. El agua no viaja: se recuerda. Y al recordarse, todo lo que toca renace.

Nuestros cuerpos no son más que una extensión del mar. El setenta por ciento de nuestra masa es líquida, y ese líquido conserva la misma composición iónica que el océano primitivo. Llevamos dentro un fósil de aquel mar que nos soñó antes de que existiéramos. Cuando lloramos, el planeta se reconoce en nosotros. Cuando sudamos, la Tierra transpira.

El agua fue la primera arquitecta de la forma. Antes que el hueso, antes que la hoja, ella modeló la suavidad de los límites. Cada célula viva es una gota protegida por una membrana: una burbuja consciente. La vida no surgió del agua: sigue ocurriendo dentro de ella. Incluso en la aridez aparente de un desierto, una delgada humedad subterránea sostiene el pulso de lo invisible.

La savia que asciende por los tallos, el rocío que amanece sobre una hoja, el vapor que exhala la tierra caliente tras la lluvia: todos son modos de un mismo ser mutable. En cada estado —líquido, sólido o gaseoso— el agua ejecuta una forma distinta del verbo "existir". Congelada, piensa despacio; líquida, siente; evaporada, sueña.

Los científicos la miden en litros, moléculas, isotopos; los poetas la sienten en ríos, lágrimas, mares. Pero ambas miradas convergen en un punto: el reconocimiento de que sin agua no hay relato posible. Ninguna historia, ni siquiera la del universo, podría contarse sin su intervención. El hidrógeno y el oxígeno, al unirse, no solo crean una molécula: crean la posibilidad del tiempo biológico.

A escala cósmica, el agua actúa como un espejo de la materia viva. Donde se la encuentra —en lunas heladas, en cometas, en atmósferas remotas— hay una insinuación de presencia. Su geometría de seis brazos, su capacidad de memoria estructural, su respuesta a la vibración y al sonido, hacen de ella algo más que un compuesto: una sustancia resonante. El agua escucha, aunque no oiga. Recibe, aunque no juzgue.

Los antiguos intuían esto cuando ofrecían libaciones al suelo o al cielo. No lo hacían solo por superstición, sino por correspondencia: sabían que el universo se comunica por corrientes. El agua era el medio, el hilo conductor entre el gesto humano y la voluntad del cosmos.

Si el planeta fuera un organismo, los océanos serían su sangre, las nubes sus pensamientos, los ríos sus venas y las lluvias sus palabras. Cada ola que rompe en una costa repite la antigua sílaba con la que comenzó el mundo. Y nosotros —pequeñas parcelas de ese flujo— somos el intento de conciencia que el agua hace de sí misma.

Así, cuando bebemos, no solo saciamos una necesidad física: participamos en un rito ancestral, una comunión con el tejido mismo del ser. Cada sorbo restablece el pacto con aquello de lo que provenimos y hacia lo que volveremos.

El cuerpo líquido del mundo palpita bajo nuestros pies, dentro de nuestras manos, detrás de nuestros ojos. No lo oímos porque su frecuencia es demasiado baja, pero late. Siempre late. En silencio, el agua nos sueña.

La memoria del agua

El agua recuerda. No como recuerdan los hombres —con imágenes, nombres o nostalgias—, sino como recuerda la materia cuando ha sido tocada por la vida. En su estructura vibran las huellas de lo que ha rozado: una hoja que se hunde, una piedra que la atraviesa, un cuerpo que la bebe o la exhala. Cada contacto deja un leve cambio en el orden invisible de sus moléculas, como si el universo escribiera notas microscópicas en su superficie.

Durante siglos, esta idea fue intuida antes de ser medida. Los pueblos antiguos sabían que el agua "guardaba" los pasos del tiempo. Por eso bendecían los ríos antes de cruzarlos, hablaban a los manantiales y vertían ofrendas al mar. En esas prácticas arcaicas no había superstición ingenua: había intuición. Se comprendía —sin laboratorio ni ecuaciones— que el agua era un medio de resonancia, una sustancia que registra y transmite vibraciones, del mismo modo en que el aire transporta el sonido o la luz guarda la imagen.

La ciencia moderna, con su lenguaje sobrio, comenzó a rozar esa intuición. Los experimentos sobre las formas cristalinas del hielo mostraron que cada gota responde al entorno: a la temperatura, al sonido, a los campos eléctricos, a la presión del pensamiento humano sobre el ambiente. No se trata de misticismo disfrazado de física, sino de reconocer que la estructura líquida es sensible a las condiciones más sutiles. Que el agua, en su aparente simplicidad, es un organismo vibratorio, un espejo molecular del cosmos.

Cada molécula se une a otra mediante puentes de hidrógeno, frágiles y cambiantes, pero capaces de formar redes momentáneas que se reconfiguran miles de millones de veces por segundo. En esa danza microscópica se guardan patrones: pequeñas coreografías del entorno. El agua que pasa por una raíz conserva algo del pulso eléctrico de la planta; el agua que fluye en las venas humanas se impregna de nuestra química y nuestras emociones; la que asciende en las nubes recoge la memoria mineral del suelo que tocó. Nada en ella es olvido: todo es tránsito y registro.

Si la Tierra es un gran organismo, su memoria circula en el agua. Los océanos no son sólo masas inmensas de líquido, sino archivos dinámicos donde se mezclan fragmentos de historia geológica, biológica y cósmica. Allí conviven restos de meteoritos disueltos hace eones con rastros de vida microscópica que acaba de nacer. En cada gota que bebemos hay átomos que alguna vez formaron parte del hielo polar, de un dinosaurio, de una nube sobre Mesopotamia. Beber agua es, sin saberlo, participar en la continuidad de todas las cosas.

Tal vez por eso el agua tiene un efecto emocional tan profundo sobre nosotros. Cuando la miramos, cuando la escuchamos caer o fluir, algo en nuestra biología reconoce su antiguo parentesco. El cuerpo humano, formado en su mayoría por agua, sintoniza con ella como una cuerda que vibra al contacto con otra. Es posible que la serenidad de un lago o la fuerza de una tormenta activen en nosotros memorias ancestrales que no pertenecen a nuestra mente, sino a la materia de la que estamos hechos.

Así, la memoria del agua no es una metáfora poética ni un fenómeno exclusivamente físico. Es un puente entre ambos mundos: una zona donde la energía se hace forma y la forma se hace mensaje. Comprenderlo es aceptar que la información no se limita a lo que el lenguaje humano puede expresar. El agua es un lenguaje más antiguo, anterior a las palabras. Su gramática son las ondas, las frecuencias, los cambios de estado. Su sintaxis, la interacción perpetua entre lo visible y lo invisible.

Cuando un río fluye, cuando una lágrima cae o una nube se disuelve, el universo está recordando algo de sí mismo. Nosotros, al observarlo, no sólo lo entendemos: lo revivimos. Somos el eco consciente de esa memoria líquida que atraviesa los milenios, cambiando de forma, pero nunca de esencia. En ella está escrita, con alfabetos de luz y movimiento, la historia completa del planeta. Y acaso, de todos los mundos que aún sueñan con tener océanos.

El agua y la vida

El agua no es sólo el escenario donde ocurre la vida: es la propia vida en su forma más elemental y universal. Cada célula, desde la más simple bacteria hasta el cerebro humano, depende de ella. Sus moléculas participan en reacciones químicas fundamentales, transportan nutrientes, regulan temperatura, disuelven y recombinan compuestos. Sin agua, la bioquímica no existe; sin ella, los patrones de la existencia colapsan.

Dentro de cada organismo, el agua actúa como un sistema circulante y dinámico. No es un mero contenedor de reacciones: es un medio activo, que organiza y facilita la química de la vida. La proteína que se pliega, el ADN que se replica, la membrana que respira, todo ocurre en un mar de moléculas líquidas que interactúan con precisión cuántica y coordinación biológica. La vida no encuentra su ritmo sin el agua: ella impone la cadencia, regula la armonía interna, dicta la coreografía invisible de la existencia.

El agua es un modulador de energía. Absorbe calor, transporta electrones, amortigua impactos, equilibra presiones. La oscilación de sus enlaces químicos permite que los organismos se adapten a cambios abruptos en el entorno, sosteniendo la vida en condiciones extremas: en los desiertos, en los glaciares, en las profundidades oceánicas donde la luz no llega. Cada molécula líquida es un pequeño mecanismo de resiliencia, y cada gota que circula es un mensaje de supervivencia.

En los océanos, la historia de la vida se refleja en un movimiento perpetuo. La fotosíntesis de los primeros organismos marinos liberó oxígeno y transformó la atmósfera; el agua, simultáneamente, almacenaba, transportaba y equilibraba esa nueva química. Cada cambio bioquímico que permitió la evolución estaba mediado por el agua, como si fuera un editor silencioso que corrige, organiza y protege los manuscritos de la vida antes de que puedan perderse.

El agua también es portadora de información más allá de la biología inmediata. Las redes fluviales, los sistemas de acuíferos, la circulación atmosférica, son patrones que influyen en los ecosistemas y, por extensión, en el comportamiento de todas las especies. La vida emerge, se adapta y se sincroniza con estas corrientes, siguiendo un ritmo que es simultáneamente físico y ecológico, local y global. El agua es la gran arquitecta de la biosfera, y nosotros, al respirar y beber, participamos en su diseño invisible.

Cada organismo, cada célula, cada molécula de la Tierra está impregnada de esta sustancia. Al comprender su papel, no sólo entendemos la bioquímica: vemos la continuidad de la existencia como un flujo ininterrumpido, una corriente que conecta el pasado remoto con el presente y proyecta posibilidades hacia el futuro. Cada gota que cae en un río o se filtra en el suelo contiene la historia de millones de años, ecosistemas enteros, ciclos de vida y muerte, procesos invisibles que sostienen la complejidad del mundo.

El estudio científico del agua y la vida revela relaciones sorprendentes. Desde la polaridad de sus moléculas hasta la capacidad de formar redes de enlaces temporales, el agua se comporta como un medio de información dinámica, capaz de adaptarse, de responder y de mantener la coherencia estructural de los sistemas biológicos. Cada reacción bioquímica ocurre en su abrazo líquido; cada cambio fisiológico depende de su constante mediación. Sin ella, incluso la estructura del ADN sería inestable; sin ella, la vida sería imposible.

Pero el agua no se limita a la biología de un organismo o a la química de la célula. Sus propiedades únicas modelan el planeta entero. La regulación térmica del océano mantiene climas, los ríos moldean paisajes, los glaciares almacenan memorias del clima pasado. La vida terrestre, incluidos los humanos, depende de esta sincronía planetaria, donde cada molécula líquida es parte de un sistema mayor que supera nuestra comprensión inmediata.

En última instancia, reconocer el agua como protagonista de la vida nos invita a una reverencia práctica y conceptual. Beber, tocar, observar, escuchar el agua es participar en un diálogo milenario entre materia y existencia. Cada acto de contacto con ella es un recordatorio de nuestra interdependencia: la vida no es un fenómeno aislado; es un flujo compartido, sostenido por la sustancia que nos conecta con todo lo que ha existido y con todo lo que aún puede nacer.

El agua que circula en la Tierra, que corre por ríos, que se eleva en nubes y se infiltra en la tierra, es el hilo conductor de la biología planetaria. Al beberla, al bañarnos en ella, al observarla, accedemos a una conciencia profunda: somos gotas en un océano vasto y antiguo, y ese océano nos recuerda que la vida no es una colección de individuos, sino un tejido dinámico y continuo, donde cada flujo cuenta, cada molécula importa, cada gota es memoria y promesa.

La inteligencia líquida

Hay una inteligencia que no necesita neuronas. Se despliega silenciosa en la materia, se organiza en patrones, busca equilibrio y crea formas. El agua participa de esa inteligencia: no piensa, pero comprende. Su manera de entender el mundo no es la del cálculo ni la abstracción, sino la del ajuste, la resonancia, la adaptación. Es una inteligencia sin sujeto, extendida por todo el planeta, capaz de sostener la coherencia de la vida.

Las moléculas de agua se enlazan y se separan millones de veces por segundo, pero nunca lo hacen al azar. Cada enlace y cada ruptura responden a condiciones del entorno, buscando minimizar la energía, mantener la estabilidad, distribuir el calor, preservar el orden. En esa dinámica se revela una forma de cognición elemental: el agua lee su entorno y actúa de acuerdo con esa lectura. Reacciona, corrige, compensa. Se podría decir que posee una inteligencia termodinámica, un saber incorporado en su propia estructura.

Esta inteligencia no es consciente en el sentido humano, pero produce efectos análogos: organiza sistemas, mantiene equilibrios, crea entornos donde otras formas de inteligencia pueden surgir. Sin la flexibilidad molecular del agua, la mente biológica nunca habría aparecido. La conciencia humana, con toda su complejidad, es una prolongación de la plasticidad acuática. Nuestras emociones, que alteran la química del cuerpo, son olas internas de esa inteligencia líquida original.

En el cerebro, el agua no es un simple componente: es el medio donde se propagan los impulsos eléctricos, donde los neurotransmisores flotan y los iones viajan. Su estructura molecular permite la conductividad, la comunicación y la homeostasis. Cada pensamiento que tenemos, cada sensación o recuerdo, ocurre dentro de un océano microscópico. Pensar, en cierto modo, es una forma avanzada de fluir.

Esa capacidad del agua de mediar entre energía y materia la convierte en el modelo perfecto para la inteligencia distribuida. Los sistemas informáticos, las redes neuronales y los algoritmos modernos imitan, sin saberlo, su lógica fluida: nodos que se comunican, señales que se propagan, estructuras que se reorganizan ante el cambio. La inteligencia artificial, en sus niveles más profundos, reproduce el principio acuático del equilibrio dinámico entre orden y caos.

En el ámbito planetario, el agua también manifiesta esta inteligencia adaptativa. Ajusta climas, regula ciclos, transporta minerales y vida. Cuando una corriente se calienta, otra enfría; cuando un mar sube, otro retrocede. Ningún sistema acuático actúa de manera aislada: todos están conectados por una red de compensaciones naturales. La biosfera se mantiene viva gracias a esa inteligencia global del agua, una inteligencia que responde sin deliberar, pero con precisión.

El agua, en su humildad aparente, nos enseña algo esencial sobre el pensamiento mismo: que la inteligencia no requiere dominio, sino armonía. No se impone, se adapta. No conquista, se integra. Su sabiduría está en su fluidez, en su capacidad para ocupar el espacio sin destruirlo, para cambiar de forma sin perder su identidad. Esa es quizá la lección más profunda que el agua ofrece al ser humano: pensar no es resistir, es transformarse.

Si alguna vez la conciencia del planeta despertara, probablemente lo haría a través del agua. Ella une a todos los seres vivos, conecta los océanos con las nubes, los árboles con los glaciares, las lágrimas con las tormentas. Es una mente distribuida, vasta, sin centro. Y nosotros, en nuestra pequeña escala, somos fragmentos pensantes de esa inteligencia líquida universal.

El agua no necesita palabras para saber lo que el mundo necesita. Su lenguaje es el equilibrio, su lógica es el movimiento. Observarla con atención es participar de su modo de conocimiento: dejar que la mente se vuelva también fluida, que las ideas respiren, que el pensamiento se deslice entre lo concreto y lo invisible. Quizá entonces entendamos que la verdadera inteligencia —la que sostiene la vida— no está en los algoritmos ni en los cerebros, sino en la materia que los hace posibles.

El espejo del agua

El agua refleja, pero no sólo imágenes. Refleja tiempos, energías, memorias. Cuando la miramos, no vemos únicamente el cielo o la montaña: vemos la continuidad de todos los instantes que la atravesaron, la huella de cada molécula que alguna vez estuvo en otro océano, otra nube, otro cuerpo. En su superficie se escribe un relato que excede las palabras, que no puede ser atrapado por la mirada, sino percibido por la conciencia.

El espejo del agua nos recuerda que lo visible es apenas un fragmento de la realidad. Bajo su calma aparente, fluyen corrientes de historia, química y vida. Cada ondulación es un registro de eventos pasados y un indicio de los futuros posibles. Contemplarla es adentrarse en un archivo infinito, donde la materia se convierte en memoria, y la memoria en experiencia compartida.

En la reflexión líquida, el mundo se multiplica y se diluye. El cielo se fragmenta, los árboles se curvan, el sol se dobla. Pero también, de manera invisible, nuestra propia existencia se refleja en ella. La conciencia humana, moldeada por la bioquímica del agua, encuentra resonancia en el fluir de los ríos, en la caída de la lluvia, en la expansión de los mares. Somos, en esencia, un fragmento de ese espejo, y al mismo tiempo, su narrador inadvertido.

El agua nos enseña que la realidad no es estática. Cada gota es un instante, cada ola un ciclo, cada marea un patrón de vida. Lo que parecía permanente se revela transitorio, lo que parecía simple se muestra complejo. El espejo líquido nos invita a reconocer que todo conocimiento —científico, filosófico o poético— debe considerar la interconexión de las cosas. No hay observador separado del flujo, ni fenómeno aislado del contexto.

Y, sin embargo, en esa dinámica interminable, surge un orden profundo. La molécula de agua, con sus enlaces flexibles, es la base de la coherencia biológica y planetaria. Los océanos regulan climas, los glaciares almacenan historia, los ríos distribuyen nutrientes y memoria. La vida entera se sostiene en esta sinfonía líquida, donde cada elemento participa de un equilibrio delicado, y cada interacción es un acto de inteligencia sin intención.

Observar el espejo del agua es también contemplar nuestra propia fragilidad y grandeza. Fragilidad, porque dependemos de su equilibrio para existir; grandeza, porque somos capaces de entender, apreciar y cuidar ese equilibrio. La ciencia nos da las herramientas para medir y explicar, la poesía nos da el lenguaje para sentir y transmitir. Ambos caminos convergen en el reconocimiento de que el agua es el hilo conductor de la experiencia humana y del planeta.

Al final, el espejo del agua no sólo refleja la realidad externa: refleja también nuestra capacidad de asombro, de memoria, de pensamiento. Nos invita a preguntarnos quiénes somos y cómo nos relacionamos con el mundo. Nos recuerda que, aunque pensemos que poseemos el conocimiento, somos en realidad aprendices del flujo eterno, navegantes en un océano de información líquida que nos precede y nos sobrevivirá.

Así cierra este primer capítulo, este primer encuentro con la sustancia que nos sueña. El agua, en su silencio, nos ha ofrecido su historia, su ciencia y su misterio. Nos ha enseñado que comprenderla no es un acto de control, sino un gesto de escucha y respeto. Que cada gota lleva dentro la memoria del mundo y la posibilidad de lo que aún está por nacer.

El espejo del agua es, finalmente, un espejo de nosotros mismos: el testimonio líquido de que la vida y la conciencia son fenómenos inseparables de este flujo ancestral, y que en cada contacto con el agua encontramos no sólo sustancia, sino también sentido.

Bibliografía recomendada

Libros

1. Pollack, Gerald H. The Fourth Phase of Water: Beyond Solid, Liquid, and Vapor. 2013.

2. Chaplin, Martin. Water Structure and Science. 2016.

3. Ball, Philip. Life's Matrix: A Biography of Water. 2001.

4. Dery, Mark. H2O: A Biography of Water. 2004.

5. Chaplin, Martin. Water and Life: The Unique Properties of H2O. 2010.

6. Knight, Chris. Blood Relations: Menstruation and the Origins of Culture. 1991.

7. Franks, Frank. Water: A Matrix of Life. 2000.

8. Chaplin, Martin. Water, The Great Mystery. 2013.

9. Gleick, James. Chaos: Making a New Science. 1987.

10. Ball, Philip. H2O: A Very Short Introduction. 2018.

Enlaces externos

U.S. Geological Survey (USGS) — "What is the Earth's 'water cycle?'"

NASA Earth Observatory — "The Water Cycle"

Abdullah Ozkanlar, Tiecheng Zhou & Aurora E. Clark — "Towards a unified description of the hydrogen bond network of liquid water: A dynamics based approach"

Jinfeng Liu et al. — "Hydrogen-bond structure dynamics in bulk water: insights from ab initio simulations…" (Chemical Science)

"Hydrogen-bond memory and water-skin supersolidity resolving the Mpemba paradox" (Physical Chemistry Chemical Physics)

ScienceDaily — "The structural memory of water persists on a picosecond timescale"

Frontiers in Chemistry — "Hydration and its Hydrogen Bonding State on a Protein Surface…"

Annie L. Putman et al. — "Isotopic evaluation of the National Water Model reveals missing agricultural irrigation contributions to streamflow…" (HESS)

Mohan Chen et al. — "Ab initio theory and modeling of water" (arXiv)

https://arxiv.org/abs/1709.10493

Karen Meech & Sean N. Raymond — "Origin of Earth's water: sources and constraints" (arXiv)